viernes, 15 de marzo de 2013

Pescador


Todos los veranos íbamos a la misma casucha. Era un rancho con techo de paja, puertas viejas de madera y olor a humedad. No había televisión ni radio, estaba aislado del mundo. Casi que literalmente, ya que para ver a otro ser humano, había que mirar lejos en el horizonte y buscar entre los cuatro rumbos. En otras palabras, era aburridísimo. A la milésima mano de truco uno ya quería volver a estar en sociedad, a estar estresado otra vez. Supongo que es la enfermedad que tenemos los citadinos, somos dependientes de lo artificial.
Ya a la cuarta o quinta vez, me limitaba a pasarme las tardes a la orilla de un lago que había, a un ratito a pie del rancho. Leía mucho, me distraía imaginando cosas que era imposible que pasaran en ese pedazo de nada. Imaginaba que era un pescador, que tenía un pequeño barco de madera, y pescaba sin carnada, solo dejaba la caña tendida para que los peces no se sintieran tan solos como yo. Imaginaba también que sería de ese otro yo pescador, como habría crecido allí en el medio de la nada, o que situación me habría llevado a establecerme allí. Por alguna razón nunca pensé un fundamento para lo de la caña sin carnada, hasta allí llegaría mi locura supongo. O quizás no era el límite de mi locura y si el de mi imaginación.
Resulto ser lo último, descubrí una tarde. En realidad no imaginaba a un hombre pescando, lo veía a diario. Tarde tras tarde, allí, estático. Nunca un movimiento, solo estaba. Jamás lo vi pescar algo, solo era parte del paisaje.
Comencé a ir más temprano, y a quedarme hasta más tarde, tenía que verlo moverse, remar, bailar, nose, hacer algo. En algún momento volvería a su casa, para volver al otro día, aunque no parecía serlo. Era como si hubiese decidido ser parte de la vista, ser una sombra más en el horizonte.
Un día me quede hasta la noche y lo vi moverse, me temblaban las manos. El hombre se movía, estaba seguro, pero una parte de mi pensaba que no podía ser y que debía ser una ilusión óptica. Comencé a bordear el lago, a ver si conseguía algo más. Al rato de deambular comencé a escuchar una interrupción en el silencio, como un chapoteo. Remaba. Seguí caminando hasta donde creía que iba a desembarcar y lo espere. Era tarde cuando llego a la orilla, estaba oscuro. Yo no quería y a la vez quería que me notara. No lo hizo. Amarro el bote a un árbol que parecía nacido con ese propósito y se fue, sin regalarme siquiera una mirada, un gesto, nada.
Años después, en una charla de boliche con unos compañeros de clase, copas de por medio, comente el suceso. Da la casualidad que uno de ellos, era de la zona (o su padre era y visitaba seguido, el alcohol borro parte del recuerdo) y me conto toda la historia.
Resulta que el hombre vivía en Montevideo, con su mujer. Trabajador incansable, y cansado del apuro capitalino, le prometió a ella comprarle una casa en ningún lugar, donde el amor del uno al otro fuera lo único que moviera los días, al ritmo que quisieran. Los años pasaron y ese sueño era lo único en que pensaba, horas extra, trabajos de momento, ocupaban su tiempo. Ella siempre lo esperaba despierta, paciente como siempre fue, y le sonreía cuando llegaba. Se acostaba muerto de cansado, y al levantarse ella le tenía pronto el café de la mañana, pero casi nunca compartían la mesa, por que aprovechaba hasta el último minuto de sueño.
Años después al final, compro la casa y se fueron ambos, jubilación de por medio, a vivir el sueño de la vida. Pero la casa no era perfecta, no era su sueño. Dedico su tiempo a ampliarle los pasillos, a construirle un balcón al lago, un jardín en el fondo y demás cosas para que fuera perfecta. Un día se le ocurrió que sería romántico salir a pasear en bote, así que construyo uno, sencillo, pequeño, una embarcación bastante endeble pero que los mantendría a flote a los dos, acurrucados. Cuando la tuvo pronta la llamo para mostrársela, pero no la pudo encontrar por ningún lado. No estaba pintando un paisaje en el balcón, ni cambiándole la tierra al jardín. Tampoco en la cocina ni en ningún lugar cerca de la casa.
Finalmente la encontró, sentada a la sombra, bajo un árbol que daba a su taller, lo había estado mirando trabajar todo este tiempo. La abrazo de atrás, esperando sorprenderla, pero ella no se inmuto. Es más, la encontró bastante fría para el calor del verano. Se dio cuenta de la triste realidad y cayó sobre el suelo a llorar a mares. Entre lágrimas miro todo lo que había construido para estar con ella, sin darse cuenta de que la dejaba sola, en procura de algo mejor para después. Tenía todo lo que quería para estar con ella y la había perdido en el transcurso. Miro el bote y remo lejos, de todo, con la cara llena de vergüenza, remo lejos en el lago, tan lejos como pudo. Y allí, solo, se sentó a llorar, tan lejos para que no lo viera ni escuchara llorar, y ella mientras, lo espera volver, paciente y serena, como siempre fue.