Para una queridisima amiga de años, Lucia, que se niega a entender, que un amor no cura un corazón roto.
Los inundo la ilusión después del tercer café que
compartieron juntos. Sus memorias de pareja siempre fueron los temas de conversación
predilectos. Se miraban y en sus ojos se veían, como fueron años atrás. Con la
misma alegría, el mismo ímpetu, los mismos sueños de estudiantes romanceros.
Se dejaron llevar por la corriente del enamoramiento, sin
pensarlo, sin dudarlo, a sabiendas de que antes los había ahogado la falta de
experiencia. Ahora sabían nadar. Y les iba bien.
Las sonrisas eran las mismas, los paseos de la mano eran los
mismos, los secretos de las sabanas eran los mismos, pero al poco tiempo
descubrieron que los corazones no eran los mismos, y que algunas historias son
hermosas a pesar de no tener un final feliz.
Compartieron una sonrisa cómplice, y no fueron necesarias
las palabras. Le dio un beso en la mejilla, antes de irse, y ella se permitió
derramar una lágrima, antes de trancar la puerta.
Sentada en la cama, con el vestido que alguna vez se compró
para el, comprendió. Y en el reverso del cuaderno de clase, rebosante de
apuntes y textos de medicina, escribió su primer diagnóstico:
“Nunca fue amor”