Todos los veranos íbamos a la misma casucha. Era un rancho
con techo de paja, puertas viejas de madera y olor a humedad. No había televisión
ni radio, estaba aislado del mundo. Casi que literalmente, ya que para ver a
otro ser humano, había que mirar lejos en el horizonte y buscar entre los
cuatro rumbos. En otras palabras, era aburridísimo. A la milésima mano de truco
uno ya quería volver a estar en sociedad, a estar estresado otra vez. Supongo
que es la enfermedad que tenemos los citadinos, somos dependientes de lo
artificial.
Ya a la cuarta o quinta vez, me limitaba a pasarme las
tardes a la orilla de un lago que había, a un ratito a pie del rancho. Leía
mucho, me distraía imaginando cosas que era imposible que pasaran en ese pedazo
de nada. Imaginaba que era un pescador, que tenía un pequeño barco de madera, y
pescaba sin carnada, solo dejaba la caña tendida para que los peces no se
sintieran tan solos como yo. Imaginaba también que sería de ese otro yo
pescador, como habría crecido allí en el medio de la nada, o que situación me habría
llevado a establecerme allí. Por alguna razón nunca pensé un fundamento para lo
de la caña sin carnada, hasta allí llegaría mi locura supongo. O quizás no era
el límite de mi locura y si el de mi imaginación.
Resulto ser lo último, descubrí una tarde. En realidad no
imaginaba a un hombre pescando, lo veía a diario. Tarde tras tarde, allí, estático.
Nunca un movimiento, solo estaba. Jamás lo vi pescar algo, solo era parte del
paisaje.
Comencé a ir más temprano, y a quedarme hasta más tarde, tenía
que verlo moverse, remar, bailar, nose, hacer algo. En algún momento volvería a
su casa, para volver al otro día, aunque no parecía serlo. Era como si hubiese
decidido ser parte de la vista, ser una sombra más en el horizonte.
Un día me quede hasta la noche y lo vi moverse, me temblaban
las manos. El hombre se movía, estaba seguro, pero una parte de mi pensaba que
no podía ser y que debía ser una ilusión óptica. Comencé a bordear el lago, a
ver si conseguía algo más. Al rato de deambular comencé a escuchar una interrupción
en el silencio, como un chapoteo. Remaba. Seguí caminando hasta donde creía que
iba a desembarcar y lo espere. Era tarde cuando llego a la orilla, estaba
oscuro. Yo no quería y a la vez quería que me notara. No lo hizo. Amarro el
bote a un árbol que parecía nacido con ese propósito y se fue, sin regalarme
siquiera una mirada, un gesto, nada.
…
Años después, en una charla de
boliche con unos compañeros de clase, copas de por medio, comente el suceso. Da
la casualidad que uno de ellos, era de la zona (o su padre era y visitaba
seguido, el alcohol borro parte del recuerdo) y me conto toda la historia.
Resulta que el hombre vivía en
Montevideo, con su mujer. Trabajador incansable, y cansado del apuro
capitalino, le prometió a ella comprarle una casa en ningún lugar, donde el
amor del uno al otro fuera lo único que moviera los días, al ritmo que
quisieran. Los años pasaron y ese sueño era lo único en que pensaba, horas
extra, trabajos de momento, ocupaban su tiempo. Ella siempre lo esperaba
despierta, paciente como siempre fue, y le sonreía cuando llegaba. Se acostaba
muerto de cansado, y al levantarse ella le tenía pronto el café de la mañana,
pero casi nunca compartían la mesa, por que aprovechaba hasta el último minuto
de sueño.
Años después al final, compro la
casa y se fueron ambos, jubilación de por medio, a vivir el sueño de la vida.
Pero la casa no era perfecta, no era su sueño. Dedico su tiempo a ampliarle los
pasillos, a construirle un balcón al lago, un jardín en el fondo y demás cosas
para que fuera perfecta. Un día se le ocurrió que sería romántico salir a
pasear en bote, así que construyo uno, sencillo, pequeño, una embarcación bastante
endeble pero que los mantendría a flote a los dos, acurrucados. Cuando la tuvo
pronta la llamo para mostrársela, pero no la pudo encontrar por ningún lado. No
estaba pintando un paisaje en el balcón, ni cambiándole la tierra al jardín.
Tampoco en la cocina ni en ningún lugar cerca de la casa.
Finalmente la encontró, sentada a
la sombra, bajo un árbol que daba a su taller, lo había estado mirando trabajar
todo este tiempo. La abrazo de atrás, esperando sorprenderla, pero ella no se
inmuto. Es más, la encontró bastante fría para el calor del verano. Se dio
cuenta de la triste realidad y cayó sobre el suelo a llorar a mares. Entre lágrimas
miro todo lo que había construido para estar con ella, sin darse cuenta de que
la dejaba sola, en procura de algo mejor para después. Tenía todo lo que quería
para estar con ella y la había perdido en el transcurso. Miro el bote y remo
lejos, de todo, con la cara llena de vergüenza, remo lejos en el lago, tan
lejos como pudo. Y allí, solo, se sentó a llorar, tan lejos para que no lo
viera ni escuchara llorar, y ella mientras, lo espera volver, paciente y
serena, como siempre fue.
Que lo parió, que bien te quedó. Ya lo dijo John, la vida es eso que pasa...
ResponderEliminarAbrazo, siga así.
Me gustó mucho la historia y me hace mal ser consciente de que perdemos el tiempo actual procurando un tiempo mejor para después, después...
ResponderEliminarSaludos de Tecontaretodo.
nada mejor que ser un pescador de momentos
ResponderEliminarsaludos!